En la casa del padre

Viejo, dejaste el butacón vacío. La tele, que siempre tenías encendida y sin volumen, la debió de apagar alguien, no sé quién, cuando te acarearon en la ambulancia a morir en aquel hospital. Allí, en una habitación con una ventana sin vistas, separada dos metros de una pared leprosa, junto a otro anciano agonizante, te acompañé aunque ya no me veías y me entretuve en cagarme despacito en los muertos de aquellas enfermeras agrias, de aquella doctora pelirroja de escote generoso que en sus visitas de treinta segundos fingía apuntar pronósticos y quinielas y en realidad dibujaría garabatos o monigotes en el informe de seguimiento, de aquella limpiadora mascando chicle, mirandote de reojo mientras pasaba – a este no le queda ni medio telediario – el trapo de mierda, de aquellos celadores puretas, hablando del posible descenso del Cádiz mientras – qué bueno que ese tipo no sea yo – te cubrían la cara con la sabana. En el tanatorio, el imbécil más meritorio dijo que el corazón, cansado de ochenta y nueve años de latidos, se te había parado, hasta los mismísimos cojones seguramente, mientras yo recibía palmadas y estrechaba la mano a tipos que se irían a beber o a comer o a follarse sin ganas a la parienta, vigilando que el cura carroñero no se acercara a menos de cinco metros del ataúd, sin decir una sola palabra, hablando únicamente con la mirada, como siempre hiciste. No soy inocente, pero no me arrepiento de nada y tampoco tengo recuerdos para enmarcar. Y ni una puta lágrima, ni una, viejo. Estarás contento y quizás, por primeras vez, orgulloso. Siento, en todo caso, entre tantos desencuentros y silencios, no habernos tomado nunca juntos unas cervezas, ni haberte dicho a la cara, ya cuando te ibas: gracias, por lo que sea, por todo mismo. Y luego, cenizas  -¿las quiere el caballero en una urna?- me preguntó seriamente un andoba endomingado –  tan inútiles como las de mi cigarrillo. Entro hoy en la casa sin nadie. Los periódicos que te ponían de mala hostia siguen apilados en el rincón. El montón de cajas de medicamentos que te tragabas al tuntún están sobre la mesa. Encuentro uno de mis libros en un cajón. Le quito las pilas al reloj de la cocina. Me siento en tu butacón. Enciendo la tele. Sin volumen. Es mi turno. Todo seguirá igual, viejo, nada ha cambiado.

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